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sábado, 10 de marzo de 2018

Un viaje en tren a Valdealgorfa en los años 50
(Por: Jose Antonio Godina Miñana)


Ha llegado el verano y las vacaciones. Desde la estación de Francia de Barcelona vamos a salir en tren hacia Valdealgorfa. Un tranvía nos ha dejado muy cerca del recinto ferroviario. Cargados con nuestras maletas, entramos en la amplia nave. Por los andenes la gente va y viene, buscando su convoy. La cantina está hasta los topes, todo el mundo habla a gritos y las colas en las taquillas se hacen interminables. Allí pueden hacerse amistades que duren toda la vida… Bajo la bóveda los silbidos de las máquinas nos ensordecen. Sorteamos bultos y cajas por todas partes. El calor es sofocante, húmedo.

J.A. Godina Miñana
Los vagones, con sus asientos de madera, se van llenando. Se sube a los niños a través de las ventanillas, la gente se apresura, nerviosa, como si la partida fuera inmediata. De la chimenea de la locomotora sale un humo blanco y el vapor al ser despedido hace un ruido parecido a la respiración de un gran animal metálico.

Llega la hora y con parsimonia, sin prisas, el tren enfila las vías y sale de la estación. Los viajeros se asoman a las ventanillas y cuando pasan por algún túnel las caras les quedan tiznadas de hollín y el humo les deja un sabor extraño en la garganta. Atrás queda la ciudad y la serpiente mecánica enfila hacia Tortosa, cerca del delta del Ebro; allí se hará el trasbordo y otro tren nos llevará a Valdealgorfa. El mar queda a nuestra izquierda y pronto lo perderemos de vista.

El trayecto se hace monótono, se para en todas las estaciones y en muchas de ellas hay tiempo para que los viajeros puedan bajar y tomar algo en el bar, o comprar refrescos para la familia. El de la máquina se lo toma con calma, pero algunos se lo toman con demasiada calma y casi tienen que perseguir al vagón y subirse en marcha.

El trasbordo en la estación de Tortosa es lo más parecido a un caos organizado:
-¡Manuel! ¿Está contigo el niño pequeño? ¡Deprisa, deprisa! ¿Dónde está mamá?
-¡No sé! ¡Estaba comprando refrescos en la cantina! -y piensa: "Ojalá pierda el tren mi querida suegra".
-Oiga ¿Este tren va para Murcia?
-No, señora, ese ya ha salido hace media hora…

Una vez reanudada la marcha y con todos a bordo, la locomotora cruza por un puente y llega al otro lado del Ebro. Dejamos Tortosa atrás y nos vamos acomodando, es un decir… Pasa el revisor: "billetes, por favor" ¿Los llevamos? Sí, vaya, que susto. Los revisores tienen un aire marcial que intimida lo suyo.

El viaje es lento; desde su puesto, de vez en cuando, el maquinista hace sonar un agudo silbato. En los departamentos la gente habla, come, fuma. Se ofrecen las viandas que llevan, unos a otros.
-¿Ustedes gustan?
-Pues sí, pues sí.
-Vaya, vaya…

El paisaje nos va acercado al pueblo; mirando por la ventanilla parece que los postes corren hacia atrás… Los olivos y los almendros se hacen cada vez más numerosos. A ambos lados de las vías los márgenes están cubiertos de retama y tomillo. Como las ventanillas están abiertas se percibe un aroma imposible de monte bajo y carbonilla.

Por fin llegamos al pueblo. Cansados, pero con la alegría del término del viaje, ponemos pie en el andén.

Veo por primera vez a Valdealgorfa. Su altivo campanario, sus casitas, como dejadas aquí y allá, al albur… El cielo muy azul. Yo, un adolescente, he llegado desde Barcelona para visitar a mi familia, la familia de mi padre. Salimos de la estación y subimos por una pequeña cuestecilla. Allá arriba se difumina la Ermita, rodeada de pinos.

Mi primer contacto con sus calles es especial. Las veo serpenteantes, las casas bajas, con puertas de arco, madera antigua, una gatera… El sonido de los cascos de las caballerías me lleva a un mundo desconocido para mí, niño de ciudad.

Empiezan las emociones. Duermo en una cama altísima, grande. Al fondo de la habitación un mueble con una jofaina para lavarse, un desagüe que va a un recipiente que se vacía abriendo la ventana y alguien diciendo: "¡Agua va!"

La casa es muy amplia, las habitaciones de techos muy altos, con vigas de madera a la vista. A la cocina, de leña, la rodean dos bancos de madera, un arcón… Allí, en invierno, se reúne la familia, al amor de la lumbre. En el piso inferior, la cuadra, los animales, conejos, gallinas…

He paseado por el pueblo, me he acercado a la plaza y allí he visto abrevando a las caballerías. Más tarde me he acercado hasta las fuentes, junto a los lavaderos. Acabo de llegar y parece que ya soy conocido. Me para una señora que lleva dos cántaros y me dice:
-Tú eres "Petuto", el nieto de Miguel…
-¿Petuto? Pues no sé, pero si usted lo dice…

Parece ser que mi abuelo paterno, Miguel -del que recuerdo su traje de pana y su encendedor de yesca- era más bien bajito, pequeño. Y de "pequeño" a "petuto" va un paso. Como también me explicaron más tarde una cantidad ingente de motes. Se supone que es más práctico conocer a las familias por el mote que por el apellido. Algunos eran verdaderamente escalofriantes, cuando no escatológicos, como el del "tío…" En fin.

Duermo en casa de mis primos. A las cinco de la mañana me despiertan. Tengo que acompañarles al campo. Preparan a los mulos, les ponen la sarria de esparto y a mí encima de una de ellas. Salimos de casa, es noche estrellada y la caballería enfila hacia la fuente. Pasamos cerca del pozo de la cadena. Mi primo va hablando de fanegas, dobles, cahízes… Yo no entiendo nada, pero el camino es agradable y la luz del día se va abriendo paso poco a poco.

En el campo, sol, calor. Mis parientes están trabajando, arando con las mulas. De vez en cuando suenan unos trallazos secos y algún grito dirigido a las caballerías. Me han dado un sombrero de paja, casi más grande que yo. Es la época de la trilla y en la era, como si fuera un tiovivo, el trillo va dando vueltas tirado por una macho. Tienen dos máquinas para esa labor: una plana con una serie de piedrecitas cortantes en su fondo y otra con una especie de ruedas dentadas. Se me abren los ojos como platos. A mí lo que me gusta es subirme a esos artilugios y disfrutar del viaje, vueltas y vueltas.

Sigue el calor, un calor seco, penetrante, el sol cae a plomo, el agua fresca de un botijo nos refresca algo. Más allá, en otra era, están aventando y nos llenan los ojos de un polvo amarillo que reluce como pepitas de oro iluminadas por el sol.

Por la tarde he ido al corral que tienen mis primas. Conejos, gallinas, pollos y un gallo altanero que domina el cotarro con su roja cresta. Más allá una porquera. Para mí todo es nuevo y disfruto de esta experiencia. En la ciudad solo se ven a los pollos en los mercados y más mustios que una solterona.

Se acercan las fiestas del pueblo. En todas las casas se preparan para celebrarlas por todo lo alto. Durante estos días he probado cientos de almendrados, no sé cuántos quilos de magdalenas y un jamón estupendo. Aquí se hace todo a lo grande. He acompañado a mi prima al horno. Ella misma se prepara el pan. El aroma a pan recién hecho ha quedado en mi memoria olfativa y es de los más agradables.

Tengo primos por todas partes y voy a casa de unos y de otros. A una de mis primas y a su novio les he amargado el "festejo" durante días y días. La cosa es chusca y ya de mayor me explicaron sus desventuras.

-Ven a casa cuando quieras, a merendar.

Mi pobre prima no sabía lo que decía, o no se esperaba mi insistencia en lo de "merendar".

Aquella pareja de tórtolos dedicaban unas horas en festejar, hablando de lo que hablan los enamorados. Pero en cuanto empezaban, allí aparecía yo dispuesto a pasar la tarde en agradable compañía.

-¡Hola! Vengo a merendar.

Parece que me pasaba la tarde con ellos y el pobre novio, Laureano, en vez de festejar a su novia tenía que aguantarme a mí, mucho más feo e inconveniente. Cierta vez, ya de mayor, me dijo mi prima: "¡Bien que nos fastidiaste las tardes de festejo!”

Han llegado las fiestas. Todo el mundo estrena ropa y yo también. Vamos de punta en blanco. Por la mañana de uno de esos días se celebra una carrera de caballos, o mulas mejor dicho. La verdad es que yo no distingo todavía una mula de un macho. La competición tiene su gracia y su espectacularidad. En un campo, en las afueras, se alinean todos los participantes montados en sus caballerías…

Los oficios religiosos tenían también su parte importante. Recuerdo una misa mayor, la iglesia llena de gente, y muchos hombres de pie, en la parte de atrás. Parece que, de vez en cuando, trababan conversación, cuchicheando. En una de estas ocasiones el cura, que creo era algo pariente mío, les recriminó: "¡Si no os calláis, voy para allá!" ¡Anda con el mosén, debía ser de armas tomar! Se callaron, vaya si se callaron.

Por la tarde y noche baile en la plaza. La orquesta venida de fuera, con vocalista: pasodobles, boleros…

-Distinguido público, a continuación: "Dos gardenias para ti…"

En aquellos tiempos yo no sabía lo que era el amor, ese enamoramiento que cantan los poetas reumáticos. Pero parece que en aquellas fiestas y en aquellos bailes se despertó en mí la atracción por el género femenino. No sé si baile mucho o pisé demasiado a la niña de turno, pero sí que andaba como abobado detrás de una fémina de cabello oscuro y dientes blanquísimos. ¿Era el amor o era la atracción parecida a la de dos polos opuestos? ¿O la teoría de la campana neumática? Cualquiera sabe.

Han pasado los días y pronto tendré que volver a Barcelona. Como mal estudiante siempre tengo que examinarme a finales de septiembre, de una u otra materia. Esta vez, como de costumbre, de Matemáticas. Nunca he entendido el teorema de Pitágoras, ni para qué sirve en la vida real. ¿Alguien ha necesitado ese teorema a la hora de subirse a un autobús o casarse? O las divisiones con decimales, esa raza extraña que le ha amargado la vida a cientos de estudiantes. Y no hablemos de los quebrados, no, no hablemos… Un primo mío, que también vivía en Barcelona y pasaba los veranos en Valdealgorfa, al ser preguntado por su profesor de Geografía que cual era la montaña más alta de España, le respondió, dejándose llevar por el amor al terruño: "Las Peñas del Soto". Y se quedó tan fresco. ¡Santa inocencia!

Paso los últimos días felices en el pueblo. Ya tengo amigos; hemos jugado en las eras, nos hemos bañado en la balsa, nos han dado calabazas todas las niñas del pueblo… Lo normal. También se ha enriquecido mi vocabulario; de ponerme rojo he pasado a royo y he dado buena cuenta de bastantes prescos.

Llega el tiempo de la partida. Me despido de todos, con la añoranza de tantas cosas buenas que he disfrutado estas semanas.

-¿Volverás, quió?

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